Corría, sus piernas delgadas y cortas ya no daban más de si, estaba segura. Tan segura como de que Alexis no la salvaría en ese momento. El rostro del chico de cabello y ojos blancos le vino a la mente, era una bonita imagen si se paraba a pensarlo, casi como uno de esos cuadros que pintaba Isabelle en el orfanato.
Una piedra inoportuna, como la hora en que decidió salir del refugio, se cruzó en su camino. Rodó por el suelo, notando la grava clavarse en la piel desnuda de sus brazos y piernas. El golpe definitivo la dejó sin aliento y no tuvo tiempo de aferrarse al poco oxígeno mezclado con humo que cubría la ciudad.
Una suela gruesa y dolorosa le oprimió el pecho justo donde, se suponía, estaba el esternón, quitándole el aire, forcejeó pero fue inútil, lo sabia, pero no se rendiría. Debía llegar hasta Alexis, no se quedaría con una imagen y el recuerdo de su discusión.
Alzó la vista. Recortada en el cielo estaba la silueta de un hombre, forzó la vista para ver a través de la tenue luz rojiza proveniente de una de las casas ardientes y vio la cara del señor que acabaría con ella. Blackwell con una sonrisa en la cara y una mueca de triunfo y satisfacción presionaba la puntera de la bota contra su garganta, causándole arcadas. Vio con horror como alzaba la escopeta cristalina y apuntaba directo a su pecho, un poco más abajo de donde se encontraba su pie en esos tortuosos instantes.
Cerró los ojos, sin fuerzas para ver el cañón del arma apuntando ahora a su cara. Intentó respirar, en vano. Estaba perdida. Se preparó para la muerte, la recibiría con los brazos abiertos, tal y como lo había hecho su padre.
El sonido del cañón resonó en sus oídos antes de que todo se volviera negro y Alektra se preguntó por primera vez cómo un arma tan simple y mundana podía causar tanto daño en un titán.
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